¿Judíos en América Precolombiana? (por Alberto Liamgot)

Dos expediciones arqueológicas - una de ellas apoyada por el Instituto de Arqueología Andina- acaban de internarse en la selva del Perú en busca de una antigua ciudad indígena.

Deberán fatigar implacables kilómetros de jungla antes de acceder a la espesa Tierra de los Antis -hoy Madre de Dios- el lugar donde se supone estaba la otrora mística Paititi. Se trata de esa inconquistable meta de aventureros del siglo XVI, tantas veces confundida con El Dorado, a quien la leyenda atribuyó habitantes de extraña procedencia y construcciones no menos singulares, «cuyos techos cubiertos de oro y piedras preciosas refulgían desde lejos bajo el sol, y cuyas calles estaban pavimentadas con adoquines de oro».

¿Qué similitud tiene Paititi con aquel otro indescifrable misterio de la desaparecida ciudad de Esteco? ¿Quiénes eran esos extraños hombres blancos que se habían anticipado al conquistador español? ¿Por qué nunca pisaban las iglesias según refieren los Cronistas ni se persignaban en nombre del Señor?

La cosmovisión de América precolombina ofrece para quién lo quiera ver un insospechado mundo de sorpresas. Aprisionado en las entrañas del Continente se oculta, bajo el peso de los siglos, el esplendor de una antiquísima civilización.

No hablamos de los incas, ni de los mayas, ni de los aztecas, ni de aquellos otros conglomerados indígenas con los que comúnmente se maneja la antropología tradicional. Hablamos de cierta presencia inconfundible en estas tierras, de la que se han hecho eco algunos autores, y sobre el conjunto de esta vasta civilización que, según novísimas teorías, también cultivaron las grandes sabanas que se extienden al este de los Andes, desde el Caribe hacia el Sur.

¿Qué quedó de aquellas culturas que levantaron colosales construcciones arquitectónicas, avanzados cuerpos de legislación social, conocían sistemas de comunicación altamente sofisticados, practicaron imaginativos métodos administrativos, y explotaron la tierra con inusual tecnología? ¿Qué destino tuvieron esos Imperios florecieron que desarrollaron artesanías inigualables, y después de alcanzar cumbres de grandeza fueron desapareciendo paulatinamente? .

A esta altura de las investigaciones muy pocos dudan que con anterioridad a la llegada de Colón, el continente americano ya era conocido por antiguos viajeros. Desde la cartografía de Ptolomeo, pasando por los sugestivos relatos de Menassah ben Israel y las más flamantes revelaciones del neozelandés Barry Fell, hay testimonios que así lo prueban. Pero para no caer en exceso de simplicidad, que frecuentemente conduce a equívocos, conviene anotar algunos antecedentes sobre esta nueva perspectiva que está reclamando desde hace tiempo una impostergable revisión.

América tuvo civilizaciones que, según la tesis clásica de Spengler, alcanzaron su apogeo y su decadencia. John Collier dice que el Imperio Inca en Sudamérica tuvo curiosos rasgos de analogía con lo que fue el antiguo Imperio Romano. Por que del mismo modo en que ambos desaparecieron también dejaron en su respectivo «tempo» imperecederas huellas físicas y culturales. Muchas de esas huellas llegaron al Viejo Mundo por relatos de navegantes precolombinos, y otros sólo se conocieron a través de documentación posterior.

Vale la pena señalar algunas singularidades de la vida cultural y social de esas civilizaciones, que se mantuvieron como una presencia constante a lo largo de los años, y cuya gravitación aún perdura en forma perceptible en las modalidades y costumbres de no pocos pueblos de América.

Por ejemplo, llama la atención la actitud de los incas frente a la riqueza. Se sabe que no conocían el dinero en ninguna de sus formas y, como seres colectivos (¿antecedente remoto del kibbutz?), su patrimonio lo constituía la agricultura. No admitían la existencia de tierras muertas, «los lugares no solamente existían sino que vivían».

No menos intrigantes fueron las costumbres de otras civilizaciones de Mesoamérica, donde pueblos de rica inspiración artística, como lo fueron los mayas, aztecas, toltecas y zapotecas, levantaron monumentos de singular riqueza. Los primitivos habitantes de México -como es sabido- conocían como pocos las leyes de la astronomía y dejaron un calendario que aún hoy es motivo de admiración.

Entre otras expresiones culturales legaron una densa producción literaria en forma de pergaminos que, lamentablemente, se perdió desde que «el primer obispo cristiano de México los reunió para hacer con ellos una gran hoguera en la plaza de la ciudad, y por todo el territorio fueron buscados y luego destruidos, salvo un puñado de ellos que han sobrevivido hasta nuestros días».

Los aztecas tenían un ajustado sentido de la ecuanimidad y practicaban un concepto de justicia moderada. Se basaban en la restitución al individuo perjudicado y no en el castigo al culpable. Perseguían como propósito la resocialización del reo. Sólo las leyes de la guerra -tan abominables entonces como hoy- empalmaban con ciertas aberraciones de carácter teocrático como lo es el sacrificio humano. Se ha podido establecer, sin embargo, que ese sacrificio formaba parte de la conciencia ceremonial de este pueblo. De ningún modo era degradante para la víctima, ni ofendía sus sentimientos.

Cuando uno acomete la lectura de algunos textos sobre mitos de estas antiquísimas culturas, nota inmediatamente que muchos de ellos reproducen, con cierto margen de corrupción, sugestivas constantes de inspiración bíblica. Si bien es sabido aquello de que un mismo mito se ha reproducido en numerosas culturas, aquí se da una tal pluralidad de analogías que cabría preguntarse: ¿Qué conocimiento de la Biblia pudieron tener esos pueblos antes de la llegada de Colón al Continente? ¿Qué significa en boca de los aztecas, por ejemplo, la historia de la Torre de Cholula, esa extraña construcción que por querer llegar al cielo incurrió en la cólera de Dios? ¿Quién fue Balán.Mitzé, esa suerte de Moisés americano que con la magia de su varita separaba las aguas de los ríos? ¿Cuál fue el origen de una antojadiza versión del Diluvio que tuvo como protagonista a Coxcox y a Xochiquetzel? ¿Qué similitud ofrece la inmolación de Ixtlilxóchitl con aquel otro su lejano antecesor, que habría de ser sacrificado en el Monte de Moria? Es verdaderamente como para reflexionar.

Pero limitémonos a enunciar algunas posibilidades de validez universal que no pretenden, sin embargo, agotar el tema. Hay quienes afirman la teoría de la intercomunicación de los continentes. Para quienes esto sostienen, las poblaciones indígenas que habitaron la ladera occidental de los Andes, el Valle de México y otras regiones interiores de América, tuvieron su linaje progenitor en sucesivas migraciones de Asia que transpusieron el helado estrecho de Behring durante el periodo pleistoces.

Otros conceptúan en cambio que viajeros ultramarinos que arribaron al Continente antes de Colón -vikingos, fenicios, hebreos-, trajeron entre sus alforjas, entre otras cosas, la vieja sabiduría bíblica. Si bien es cierto que resulta difícil establecer una nítida frontera entre lo que no lo es tanto, quienes apoyan esta tesitura van mucho más allá. Entre ellos, el profesor americano Cyrus Gordon. Este catedrático de la Universidad de Brandeis anunció en un trabajo titulado «Before Columbus: links betweenn the Old World and ancient America», publicado por «Turnstone Press», que en una excavación realizada en 1890 en Bat Creek (Tennessee), se halló bajo unos restos humanos una extraña pieza pictográfica atribuida en un principio a los indios cheroquíes que poblaban la región. Estudios posteriores comprobaron que dicha inscripción correspondía «a caracteres hebreos-siriacos semejantes a los de las monedas acuñadas por Bar Kojbá durante la gran guerra del año 135 contra Roma». La susodicha inscripción decía: Le Yehud, lo cual traducido equivale a: A Judea. Por lo que se dedujo que el texto se refería a un judío de Palestina prófugo tras la derrota de su patria que, sin duda, se había exiliado en el Nuevo Mundo catorce siglos antes de Colón. Aún hoy muchos filólogos pretenden develar el misterio de ciertas raíces semíticas en lenguas aborígenes, como si alguna influencia exógena hubiera precedido su arquitecturación. Y hay quienes asocian la similitud entre métodos de trepanación craneana que practicaron en América los Incas, antes de la conquista del Perú, con los que se conocían en Palestina durante la segunda mitad del Reino Judaico. Esto que se ha dado en llamar «la historia antes de la historia», reabre al mismo tiempo una apasionante controversia. Hay estudiosos que creen en el desarrollo autárquico de las civilizaciones de América. Contrariamente a otros que sostienen que a la historia hay que repensarla sobre la base de procesos dinámicos de trasculturización

Ciertamente son puntos de vista. Para Gerard Walter «el placer de la historia es el descubrimiento permanente de la verdad, la marcha tenaz hacia la luz, el esfuerzo obstinado de la inteligencia para librarse de los prejuicios, de las invenciones, de lo que deshonra al espíritu humano».

Tomado de Tribuna Israelita, núm. 352


 

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